ZOOMINICANO

Zoominicano

Lejos quedaron los ecos de los martillazos de los rumanos, atizando a la chatarra, esa bruta técnica para extraer el noble cobre. A la misma distancia que los pitidos naranjas del polaco del butano y que los gritos de la gitana vendiendo ofertas matemáticas. Lejos, muy lejos quedan los sonidos andinos de la banda subterránea del vagón de turno. La ciudad que nunca acaba de estar acabada, la obra perpetua, el pitido del vehículo amarillo que conecta la marcha atrás, el corte de calles, la pesadilla de dar vueltas para aparcar, la estafa de usar la calle como parking, la mezquita aceptada, el atasco asimilado, el estrés instalado, la pena asumida y las desgracias acogidas.

Charco. Que gran atracción infantil, charco veo, charco quiero. Sueño de párvulo, pesadilla de madre. El gran Atlántico parece no sentirse ofendido por el lirondo apelativo que recibe. El “Charco”, con sus simas, sus fosas, sus abismos, sus costas, sus corrientes. Los mismos céfiros alisios que en 1492 fueron cómplices de la gran expedición, me trajeron a La Hispaniola cruzando el subsodicho Océano.

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Aquí ando, viviendo en el campo (de golf), en el Paraíso (del todo incluido), en la República (viviendo como un rey), en el Caribe (piratón aún), en la isla perfecta.

De Ex urbanita a aldeano hay un solo paso. Tomar una determinación y huir de la quema de brujas europea fue un acierto, un escobazo en la chepa. Me apeé del tren nigromántico en marcha. El andén Antilllas Mayores, salida La Española, esquina Punta Cana.

La ropa de abrigo y los libros se quedaron en la Villa y Corte, pero la gran red tiene a disposición cualquier tomo. Y la nueva vida sin TV regala horas disponibles, como caramelos de cabalgata. Saboreé de nuevo “Mi familia y otros animales” de Gerard Durrell, que con 20 años me hizo autodefinirme como entomólogo y ornitólogo aficionado, identificándome con el relato de la isla de Corfú. Y en este atolón sí que hay vida, vida salvaje, vida padre y muy señor mío.

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Tiras un lapiz y te sale un árbol, dicen. Desde este teclado, a la naturaleza me separa una fina rejilla de mosquitera en la ventana. Contemplo maravillado mi jardín de cáctus endémicos, armazones de bambú, rocas coralinas, tiestos de terracota y una contrastada sombra de afilados perfiles. Así son las hojas de las palmeras que proporcionan umbría al bochorno.

Salta Cocote
Y sin saberlo, este entorno mío fue reconocido por la fauna local como suyo. Varias parejas de Salta Cocote (Anolis baleatus) retozan de hoja a rama, de palo a roca, se miran, se gustan, se aman retorciendo su cola en suaves espasmos, de espirales movimientos. El endémico de lagarto arborícola es mi camaleón particular, cambian de color a placer. Del verde intenso al chocolate, del amarillo trigo al pardo panza burro en un pispás. Mantien a raya los moscos, que incoscientemente, zumban en el área. Mueven su pequeña papada, como si de un tic se tratase, mientras miran, quietecitos, su próxima víctima. Me gusta observarlos, 10 cm de nervio, de color, de magia cercana.

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Gorka, el zumbadorcito
Puntual, a las cinco, aparece el colibrí, Vervain Hummingbird, en la lengua de Durrell (Mellisuga minima Linnaeus), pero Zumbadorcito mola más, en español. Y zumba, 80 veces por segundo agita sus alas. Liba el nectar del rojo pimpollo que sobresale por encima de las agujas del cacto. A las 17h01 ya no está, como una centella vuela. Vuelve a pegar 13 lengüetazos por segundo en otro macizo floral. Su nido cuelga de un cajuil a metro sesenta del suelo. Es cónico, pequeño, suave y alberga dos huevos. Mínimos, blancos, frágiles. Frecuento el árbol del anacardo, observo los cigotos a ver si eclosionan, serán pajarillos del tamaño y color de un grillo. Fugaz e incanseble, el progenitor liba y vuelve a libar. Su cerebro es del 4,2% de su peso corporal, la proporción más grande en el reino de las aves, pueden recordar cada flor en la que han estado, y recuerdan cuánto tiempo estará en cada una, y que vuelva a llenarse con néctar. Flipo. Le he puesto de nombre Gorka, en honor de un chef amigo, que vive enfrente de nidal.

Parker, la cacata

Sobresaltada llega Ruth a casa. ¡Hay una cacata! La tarantula más famosa de La Española (Phormictopus cancerides). Busco, precipitado, una caja vacía para capturarla. Casi pierdo una chancla en el intento y estar desclazo delante de un arácnido de de 15 centímetros parece arriesgado. Recientemente recogí un pollo caido de un nido, un pequeño ejemplar de pitirre abejero (Tyrannus dominicensis). A pesar de mis cuidados, falleció de inanición. Luis Eduardo –así le llamamos- descansa bajo un seto cercano. Pero su legado fue la jaula. Una nevera de corcho blanco o poliestireno expandido para los listillos. Con la apertura superior hacia uno de sus lados, unos palos de bambú para las brochetas, que son los barrotes, a 7 milimetros de distancia, completamos la prisión. En un lateral, ahora parte superior, un rectangulo con tapa hace las veces de acceso. Allá que fue Parker. Arremolinados los vecinos contamplan al nuevo convicto. Sus ocho patas palpan cada rincón de su encierro. Las noches son su momento. Y a mi me toca saciar su apetito. La busqueda del sapo se convierte en mi rutina mientras saboreo un cigarro mantecado. Las luces del jardín imnotizan al batracio, y con dos medios cocos, lo condeno a finar. En su cadalso de poliestireno, bambú y patas peludas se muestra indiferente, hasta que Parker, de un leve salto, le muerde con sus tenazas bucales. Estira la anca y acepta su leve existencia.

La dificil captura de una Salta Cocota es un hecho, pero gracias a Yuca, una perra salchicha vecina, pude comprobar que también son del agrado de Parker.

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Carleto, el sapo

En un de mis tiestos de pimientos pernocta un sapo crestado sureño (Bufo guentheri). Pasa la noche, húmeda y confortable, aplastando con sus palmeadas extremidades, mis malogrados ajís. El maco –así lo llaman acá- es nocturno en sus actividades, sigiloso para atrapar insectos y pequeños invertebrados. Su lomo es sumamente venenoso, así que cuidado con tocarlo. Por la mañana, cuando salgo al jardín, Carleto decide, molesto por mi presencia, abandonar la pensión, y desayunar fuera. O busca una hembra para cortejarla y posteriormente, tener sapitos. La especie no está amenazada, pero sí su habitat. Aunque en nuestro campo (de golf) se siente a gusto. A su bola.

Los escandalosos, los pitirres

Su atalaya es una plamera, cercana a la piscina. Desde allí controlan todo el área. Nada se les escapa, vigilan, dan la alarma, y atacan a cualquier intruso. No te fies de su aspecto sutil, su nombre en latín lo dice de todo: Tyrannus dominicensis, o sea, un déspota local. Sus fechorías no pasan desapercibidas, pasa una garza (Ardea herodias) despistada y la pareja de pitirres la acosan hasta que se aleja de lo que consideran su territorio. Recientemente un pájaro carpintero (Melanerpes striatus) intentó, junto a su pareja instalarse en palmera siguiente. Pues no. A los pequeños tiranos no les salió de la plumas tener nuevos vecinos, así que se buscaron otra madera que picotear. Hasta les he visto enfrentarse a uno de mis aves favoritas, el gavilán de la Hispaniola

(Buteo ridgwayi), una especie endémica que pulula por el Hoyo 7. En ocasiones llega al 8, ampliando su espectro de caza, y los macarras del barrio lo hacen retroceder.

Nacho Mahou

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